Puede leer este escrito publicado originalmente en el blog Historiografías en nuestra sección de documentos, en el siguiente link:
7 de febrero de 2015
Discurso Sobre la Policía de Apure
Puede leer el discurso pronunciado por el Profesor Argenis Méndez Echenique con ocasión de los actos conmemorativos de la Policía de Apure, en julio de 2006, en nuestra sección de documentos en el siguiente link:
Bolívar y su Prima Fanny Du Villars
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BOLIVAR Y SU PRIMA FANNY DU VILLARS
BOLIVAR Y SU PRIMA FANNY DU VILLARS
Notas sobre la Frontera de Venezuela con Colombia por el Río Meta
ALGUNAS NOTAS
SOBRE LA FRONTERA DE VENEZUELA CON
COLOMBIA POR EL RÍO META
OJER, Pablo (1982). La Década Fundamental en la controversia
de límites entre Venezuela y Colombia, 1881 – 1891.- Maracaibo, Corporación de Desarrollo de
la Región Zuliana; 618 pp.
“En
rigor de verdad, las negociaciones fronterizas venezolano – colombianas
arrancan de las conversaciones celebradas en Bogotá entre don Santos Michelena,
plenipotenciario de Venezuela, y don Lino de Pombo por Nueva Granada, en 1833,
o sea, a los tres años de disuelta la Gran Colombia.
Aunque
la línea de frontera acordada por estos patricios, de conformidad con el
proyecto presentado por el plenipotenciario venezolano, fue de convenimiento,
en los protocolos de la negociación se aprecia que en general se atuvieron a lo
que consideraron como línea del UTI POSSIDETIS JURIS según los documentos
entonces conocidos. Se exceptúa el
sector de la Goajira donde Venezuela entendía que su límite de estricto derecho
estaba en el Cabo de la Vela, y Nueva Granada creía que el suyo partía de Punta
Espada.
Más,
aparte de la buena voluntad, talento y patriotismo de los negociadores, no
podemos omitir el señalamiento de
funestos errores objetivos, los cuales, por influencia de esta
importante negociación, sobrevivieron al hallazgo de los títulos legítimos que
los contradecían. Uno de ellos fue la confusión entre un lindero
interno de la Capitanía General de Venezuela -el correspondiente a las jurisdicciones de
Barinas y Caracas- con el límite
exterior entre aquella entidad superior y el Virreinato de Santa Fe,
produciéndose así la grave dislocación de nuestra frontera llanera. En
el Arauca y el Meta, de la que nunca nos repusimos. El error se debió a influencia de Codazzi, a
quien Michelena consultó en Valencia cuando iba camino de Bogotá, y cuyos mapas
fueron enviados a nuestro negociador en copias hechas por los alumnos de la
Academia de Matemáticas” (pp. 12 – 13).
“Los términos que impuso esta
negociación, totalmente ajenos al título legítimo de la Real Cédula del 15 de
febrero de 1786 que determinó los límites de la provincia de Barinas,
fueron: el Desparramadero
del Sarare (en substitución de las Barrancas del Sarare),
el Paso
del Viento y la Laguna del Término (en vez del Paso Real de los Casanares) y el Apostadero
del Meta (en vez del punto sobre el Meta señalado por
la demarcación de los diputados de Caracas de 1778). Naturalmente que Codazzi, al igual que
Michelena y el propio gobierno venezolano, ignoraba la existencia del
mencionado título, de manera que el error no les es imputable en todo rigor, si
bien el vocablo “Laguna del Término” (el
nombre propio era “Laguna del Término Divisorio”) se debía haber interpretado correctamente en
función de límite interno de dos jurisdicciones de la
Capitanía General, sin que para ello nada tuviera que ver el Virreinato de
Nueva Granada ya que para entonces se le había desincorporado la Provincia de
Maracaibo a la que pertenecía la jurisdicción de Barinas” (p. 14).
“Seguimos observando el perdurable,
cuanto funesto influjo de la línea Michelena – Pombo, aún después de hallados
los títulos legítimos que aquellos plenipotenciarios ignoraban. Por esta razón, como dijimos antes, su línea
impuso términos como el Desparramadero del Sarare (accidente geográfico variable, que desaparece y se
vuelve a formar según la lluviosidad de la cuenca), el Paso
del Viento y Laguna del Término Divisorio, aquel de
uso relativamente moderno: éste, término de referencia de los linderos internos
de jurisdicciones pertenecientes a la Capitanía General; y por último, el Apostadero del Meta, que no figura en documento alguno anterior a 1810,
cuando los lugares determinados por el título eran respectivamente:
BARRANCAS
DEL SARARE, accidente geográfico, fijo, permanente, del
curso superior, no del inferior, como el Desparramadero.
PASO REAL DE LOS CASANARES, situado no al Este, como el del Viento, sino en
jurisdicción de Guasdualito al Sur – Oeste del mismo, PUNTO A DONDE LLEGARON EN
EL META LOS DIPUTADOS DE CARACAS (1778), situado, según mapa hecho para el Cabildo
de Barinas -...- al Oeste de la
confluencia del Casanare en el Meta.
A pesar del descubrimiento de la Real
Cédula de 1786, hecho que tuvo lugar, como queda dicho en 1839, Nueva Granada y Colombia siguieron
manteniendo la línea del Río Nula hasta su Alegato de 1882 donde reconoció que no se podía
sostener esa posición tan firmemente mantenida por el expresidente Murillo Toro
en las negociaciones de 1874 – 75, error sobre el que Galindo, abogado de aquel
país, insiste en sus memorias (Recuerdos Históricos... 1840 a 1895.- Librería Grecia, Bogotá, 1900, p. 179).
Más la
propia Venezuela, si bien rechazó desde un principio en las negociaciones
siguientes la línea del Nula, se aferró de tal manera al término Apostadero del Meta
(concepto que como hemos dicho no aparece en
documento alguno anterior a 1810) que lo identificó con el punto sobre el Meta
de la línea de los Diputados de Caracas de 1778, y aún llegó a situar las Barrancas del Sarare
-concepto del que se valió el laudo
español- “en el punto de su cauce,
cuando aquél (el Sarare) envía, por el sur, la mayor parte de sus aguas al río
Arauca”. Es tal la persistencia de los
términos de la línea Michelena – Pombo que aún la Contestación de Venezuela al
Alegato de Colombia, última declaración de posición de nuestro país ante el árbitro español,
asienta:
Ciertamente la línea verdadera desde el Apostadero del Meta pasa al sur
del Desparramadero, y deja a
la izquierda la Villa de Arauca y la Laguna
del
Sarare, y a la
derecha el Desparramadero y los terrenos
continuos que
la línea del canal
del Arauca de 1833 atribuía a Nueva Granada...
Todos los términos subrayados
corresponden a lugares recogidos por la línea Michelena – Pombo de la
concepción geográfica de Codazzi, cuando lo adecuado habría sido desecharlos
para abordar la interpretación de los límites según la Cédula de 1786
independientemente de lo determinado por los negociadores que ignoraban
entonces la existencia de este título insoslayable” (pp. 25 a 27).
“La lectura del protocolo correspondiente
a esta negociación revela que Pombo no hizo concesión alguna sino en la
Goajira; en todo lo demás donde pudiera parecer que la línea favorecía a
Venezuela, como es el caso del meridiano del Apostadero, no se presenta como
concesión de Colombia sino como reconocimiento de frontera del UTI POSSIDETIS
JURIS. Y esto explica que el mismo
Pombo, en el Tratado firmado por él en Caracas el 23 de julio de 1842,
instrumento que tuvo plena vigencia desde el canje de ratificaciones el 14 de
noviembre de 1844, reconociera, como concesión venezolana a los buques
neogranadinos, la
navegación del Orinoco “en toda su
extensión, hasta la costa del mar”, admitiendo, por consiguiente, nuestra
soberanía sobre ambas riberas del gran río, en todo su curso” (p. 27).
Julio César Sänchez Olivo y José Natalio Estrada Torres: Dos Llaneros Auténticos y dos Maneras Diferentes de Expresarse
DOS LLANEROS AUTÉNTICOS Y DOS
MANERAS DIFERENTES DE EXPRESARSE. JULIO CÉSAR SÁNCHEZ OLIVO (1908 – 1988)/
JOSÉ NATALIO ESTRADA TORRES
(1901 – 1993).
Julio César Sánchez Olivo nació en el hato ”Chaparralito” (entonces en
jurisdicción de Guachara), propiedad de su familia, el 21 de Octubre de 1908.
Sus padres fueron don Teodoro Sánchez Osto y doña María Olivo Fuentes de
Sánchez. Su formación fue autodidacta, aprendiendo las lecciones que le daba su
propia madre, viuda, en los ratos libres que le dejaba la ruda actividad
llanera. Leyó libros como la Biblia, Don Quijote de la Mancha, el Manual de
Carreño, el Tesoro de la Juventud, la Gramática de Miguel Angel Granados, entre
otros, que le ayudaron a adquirir algunos rudimentos de cultura
universal. Aprendió a improvisar versos y cantar al pie del arpa, a tocar
guitarra y cuatro. Luego en su juventud trabajó ejerciendo funciones administrativas
en oficinas gubernamentales y se hizo un combativo columnista de prensa,
reclamando los conculcados derechos del pueblo, que lo catapultó a la política,
ocupando puestos de relativa importancia a nivel regional, y que le costó ser
víctima de la acción represiva de los esbirros perezjimenistas. Fue encarcelado
y expulsado de su tierra, radicándose por varios años en Valle de la Pascua
(Guárico), tiempo que aprovechó para escribir parte de su obra poética. Había
casado con doña Guillermina Fernández Navas, de una prestigiosa familia
sanfernandina, pero no procreó hijos. Luego, a la caída de la dictadura, actuó
como Senador por el Estado Apure, proponiendo valiosos proyectos de desarrollo
para su región nativa: canalización de los ríos, construcción de carreteras
pavimentadas, política crediticia para los campesinos, reivindicación de los
indígenas... Sus últimos años los dedicó a una laboriosa tarea de rescate de la
historia regional de su pueblo, a través de la prensa, folletos, la radio,
foros y conferencias, que se constituyó en el punto de partida de los actuales
estudios sobre el devenir histórico de Apure. Toda una vida forjada a fuerza de
voluntad y a favor de su pueblo. Falleció en la ciudad de Maracay, el día 22de
Abril de 1988 (sus restos reposan en el viejo cementerio (Jobalito) de
San Fernando de Apure.
La vida de José Natalio Estrada Torres tuvo un devenir diferente a la de
Sánchez Olivo, aún cuando se observará que yendo por senderos diferentes,
confluyen en su interés por Apure, consolidado en un fuerte sentido de
fraternal amistad. Constancia de ello es la famosa carta-poema que le escribe
Sánchez Olivo a José Natalio, fechada en Caracas, el día 5 de Abril de 1965,
donde le habla de la leyenda que recoge la eterna búsqueda de Mayalito a su
amigo Carrao.
José Natalio nació en San Fernando de Apure, el día 31 de Marzo de 1901. Sus
padres, al igual que los de Sánchez Olivo, pertenecían a las clases altas de la
sociedad apureña, fueron: don José Natalio Estrada Utrera y doña Leonor Torres
del Valle de Estrada . Pero José Natalio si tuvo oportunidad de asistir con
regularidad a una escuela y recibir una educación formal.
Estudió en un colegio en los Dos Caminos (Caracas), hasta la edad de catorce
años. Cuando regresó al hato de su padre (La Chiricoa, luego llamado “La
Trinidad de Arauca”), tuvo oportunidad de visualizar el cometa Halley. Continuó
sus estudios en El Viento (frontera con Colombia, hoy Elorza), donde una mata
de “mapora” (araguaney) era el límite fronterizo entre los dos países. Allí
estudió tres años…
Para el año de 1928, don José Natalio estaba estudiando en París, donde
tenía una profesora de italiano, MARÍA RIPARI, con la cual contrajo
matrimonio en Londres y luego viajó a Venezuela. Con ella, procreó tres hijos
(dos varones y una hembra). Más tarde, María, su esposa, compró una casa en
Nueva York, donde su esposo la visitaba cada seis meses; pero antes, en 1920,
él se había trasladado allí para estudiar inglés y comercio, en el Colegio
“Yeastman”, durante tres años, de donde regresó justamente cuando se fundaba el
consulado norteamericano en Venezuela. Aquí, en su país, tradujo la Ley de
Petróleo, del castellano al inglés (1922-1923). De allí salió en la empresa
“Caribbean Petroleum Company”.
En 1924 comenzó a escribir versos, publicando a “María del Llano”, en
Roma en 1928.
Después de deambular por diferentes
partes de Venezuela y del Llano, con
frecuentes incursiones
al extranjero, continuó su producción poética; creándosele la inquietud de
publicar una revista con temas de interés agropecuario, sin descuidar la
promoción de los valores autóctonos llaneros y literarios (“Radar”, fue el
nombre de esta revista). También financió varias publicaciones: el poemario Oro y Nácar, de
su tío Juan Vicente Torres del Valle; el libro histórico y anecdótico Arauca – Arriba,
del poeta camaguanero Carlos Modesto Laya, entre otros. Pero también le dio por
financiar películas: Séptimo Paralelo (documental),
María del Llano y
Llano Adentro, son muestras de
ello. Al final de su vida, habiendo quedado viudo, procreó otro hijo: Picolino.
Falleció en San Fernando de Apure, hacia el año 1993.
SU POESÍA
1- Autoctonismo
(nativista): Telurismo.
2- Autenticidad.
3- Aprecio
por las tradiciones y manifestaciones folclóricas llaneras: el canto, el baile,
la música, los toros coleados, las riñas de gallos.
4- Cosmopolitismo
de Estrada (dominio del castellano, el inglés, el italiano y el francés) con
constantes viajes a Europa y Estados Unidos de Norteamérica no desdicen del
regionalismo de Sánchez Olivo.
5- Universalismo.
6- Modernismo:
la poesía de ambos autores rompe los moldes tradicionales de las expresiones
populares, pero sin dejar de manifestar la esencia llanera.
7- Espíritu
conservacionista de los recursos naturales: Amor a los animales, a la flora, a
los paisajes.
8- Protección
y valoración de la cultura indígena.
9- Religiosidad:
El Cristo de la Sabana, los Santos de Rincón Hondo.
10- Aprovechamiento publicitario
de las nuevas tecnologías audiovisuales: la prensa escrita, el cine y la radio.
San Fernando
de Apure, 20 de Febrero de 2013.
El Llano, Poética y Estética de una Misma Lejanía
PONENCIA EN CONVERSATORIO
DE LA II BIENAL NACIONAL DE LITERATURA “JOSÉ VICENTE ABREU”
(Agosto 30 de 2012)
EL LLANO, POÉTICA Y
ESTÉTICA DE UNA MISMA LEJANÍA
-A la memoria de José
Vicente Abreu-
Por Argenis Méndez Echenique,
Cronista de San Fernando de Apure
Director de CEHISLLAVE
“El intelectual tiene una
función educadora y guiadora,
que no es precisamente la
del político demagogo,
sino la del sembrador
responsable”.
ORLANDO ARAUJO.
Entre los aspectos que intentaré
desarrollar, está lo referente al lenguaje “llanero”,
utilizado corrientemente en las producciones poéticas o narrativas, donde
predomina lo popular y cotidiano, sin ningún lenguaje rebuscado (literario) o
técnico, sino la expresión pura y elemental del pueblo, con sus modismos y figuras coloquiales.
Así encontramos que el creador intelectual
de los primeros tiempos (siglos XVIII, XIX y parte del XX) se dedicaba a sentir
y escuchar los sonidos de la naturaleza, al compás de las faenas vaqueras, con “el oído puesto en el Llano”, como diría Adolfo Rodríguez, y escribe magistralmente sus versos
sabaneros el conocido poeta Sánchez
Olivo.
Esa percepción poética y existencial llanera
trasciende a otros géneros literarios y es cuando surgen producciones en prosa,
tales como “Un Llanero en la Capital”, de Daniel Mendoza, El
Llanero, del villacurano Rafael Bolívar Coronado (oculto tras el nombre
del calaboceño Mendoza), y el libro de Víctor Manuel Ovalles; Por
Los Llanos del Apure, de Fernando Calzadilla Valdez, “Diario
de un Llanero” del cunavichero Antonio José Torrealba Ostos, entre
otros. Sin olvidar que escritores no
llaneros también incursionan exitosamente en estos predios, como sucede con el
caraqueño Rómulo Gallegos y su monumental Doña Bárbara, y con el colombiano José Eustacio Rivera y su Vorágine, aun cuando esta última es una novela
dedicada a la selva cauchera amazónica.
Generalmente se observa en esta literatura la persistencia de
un sentimiento de nostalgia por el pasado glorioso, los personajes y hazañas de
la Independencia u otras contiendas civiles, como la guerra federal, que se han
conservado en la mente del pueblo, en
mitos, leyendas y corridos. Este modo de ver las cosas lo captan magistralmente
escritores como José Vicente Abreu o José León Tapia, ganados para una incesante búsqueda de valores tradicionales en la
memoria colectiva.
Pero, por encima de cualquier apreciación
que se haga, no puede negarse que el llanero es un pueblo pletórico de
invencibles esperanzas y sueños; pues, tiene casi doscientos años esperando el Ferrocarril de los Llanos, que actualmente
el Presidente Hugo Chávez Frías ha prometido convertir en realidad; como también
la reactivación del Eje Fluvial Apure – Orinoco, con antecedentes todavía más antiguos,
si nos remontamos a los tiempos de Miguel de Ochogavia y Fray Jacinto de
Carvajal (1647), en búsqueda de una salida al Atlántico.
Ahora, procederemos a desglosar algunos de los conceptos que dan
encarnadura al presente tema: EL
LLANO, POÉTICA Y ESTÉTICA DE UNA MISMA LEJANÍA.
En distintas partes del globo terráqueo existen
áreas geográficas planas, llenas de horizontes, que han recibido denominaciones
diferentes, fundamentalmente atendiendo a algunas condiciones geográficas
específicas: relieve, tipo de suelos, clima, vegetación, entre otros aspectos.
Así se habla de planicies, pampas, estepas y “llanuras”.
Estas últimas regiones, “las
llanuras” o “Llanos”, están
ubicados en una gran depresión de la cuenca hidrográfica del Orinoco compartida
por Colombia y Venezuela, con una extensión de aproximadamente 600.000
kilómetros cuadrados y una altitud promedio de
200 metros sobre el mar; Por ello son denominados “Llanos del Orinoco”.
Ahora, para continuar, nos hacemos algunas preguntas: ¿Cuándo comenzó a hablarse del Llano y de
los llaneros?. ¿Siempre ha existido el
Llano?. Intentaremos responderlas siguiendo nuestras modestas deducciones.
Según algunas teorías filosóficas
racionalistas, las cosas (el mundo objetivo) no existen hasta tanto no se les piensa y se les da un nombre (aquí encajaría la famosa frase cartesiana: “¡Pienso, luego existo!”). Dentro de
esta misma línea de pensamiento ubicamos la sentencia bíblica recogida en el
libro del Génesis: “Primero fue el verbo”. Donde leemos que el Gran Hacedor
dijo: ¡Hágase la luz!. Y se hizo la
luz… Y así fueron surgiendo los diferentes elementos integrantes del Universo,
a medida que el Creador los fue enunciando.
Hasta tanto Él no los mencionó, no existían. O como diría Alberto Merani: hasta
tanto no se produjo la humanización de los antropoides primitivos, con la
adquisición del pensamiento y la palabra, no se descubrió la propia existencia
y del entorno. Así nace el mundo en la conciencia humana.
De igual manera debe haber sucedido con el
espacio territorial conocido hoy día como “Los Llanos”. Hubo necesidad de bautizar la región para que el vocablo cobrase
vida en el pensamiento y la acción de nuestros primeros conterráneos (opresores
y oprimidos).
Bien sabemos que este territorio
plano, horizontal y agreste ha existido físicamente (geológicamente) desde hace
millones de años, cuando se fue conformando la corteza terrestre; pero ni la
región ni sus habitantes eran conocidos
como “Llanos” y “llaneros”. No
existían como tales.
El habitante autóctono, que transitaba
libremente por bancos, sabanas y esteros, cazando, pescando y recolectando
frutos y tubérculos, sin conocer el caballo, no era llamado “llanero”. Accede a esa condición con el
obligado mestizaje étnico y cultural que se produjo con la llegada del europeo
y del africano, las reses vacunas y caballares, el fandango, el cuatro y la
bandola, que lo trasmutan en centauro, recio hombre de caballo y vaquerías, con
alma de músico errabundo y trovador de porfía, dueño y señor de inmensos horizontes,
en su deambular lejanías.
Existen vagas referencias sobre que los
indígenas del Orinoco aprendieron el manejo del caballo y el pastoreo vacuno en
las misiones jesuitas (a partir del siglo XVII), cuya acción catequística
terminó en América para el año 1767, cuando fueron expulsados de todo el
imperio español, por temor de Carlos III a la autonomía de los pueblos sometidos. Pero solo cuando se cruzan en esta geografía
inmensa, en un proceso de íntima amalgama, culturas y etnias diferentes, conformando un
ente sociocultural bien definido, puede
hablarse del “Llanero”.
Pero, ¿cuándo aparece la denominación de “Llano” y “Llanero”?.
En los últimos tiempos se han suscitado en
nuestros cenáculos académicos animadas polémicas con respecto a este tema.
Seguidamente emitimos y ratificamos nuestra opinión; para sustentar nuestra
posición aludimos a las famosas “Ordenanzas
de Llanos”, aprobadas y aplicadas durante el siglo XVIII y comienzos del
XIX por los entes gubernamentales reales, mantuanos y oligarcas que dominaban a
la Venezuela de entonces.
El hecho de que las autoridades reales de la Provincia de Caracas, en el
último tercio del siglo XVIII colonial venezolano, acordasen un
conjunto de normas jurídicas para regular la conducta de los habitantes
rurales de su jurisdicción territorial destinada a las actividades pecuarias,
utilizando el vocablo “Llanos”, indica
que ya el mismo era de uso corriente y cotidiano. Se habla de “los llanos de la Provincia de Caracas”.
Y, por supuesto, si se habla de “llanos” es natural que se aluda también
a “llanura” y “llaneros”. De aquí el
deducir que el término lingüístico surge
en algún momento de la ocupación del territorio e intentos de
sometimiento de sus habitantes por parte de los invasores europeos,
probablemente en el transcurrir de los siglos XVII y XVIII.
Por ello no debe extrañar que cuando Alejandro de Humboldt viene a estos predios, en el año de 1800, oiga la palabra en boca de sus interlocutores y la recoja en sus anotaciones, por lo que no creo que él haya sido el creador del vocablo “llanero”. El Libro IV, Capítulo XVII de su obra Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Mundo está lleno de referencias a los Llanos de Caracas y hace un comentario valiosísimo para el tema que venimos comentando: “…los conquistadores españoles que por primera vez penetraron desde Coro hasta las orillas del Apure no los nombraron desiertos, ni sabanas, ni praderas, sino llanuras, los Llanos” (1991: III, 211). Esas expediciones a que hace referencia Humboldt se remontan al siglo XVI, que sugiere una antigüedad más que centenaria del término utilizado para calificar a la región. Y en cuanto al gentilicio de los habitantes, para que no queden dudas, expresa: “Estos hombres pardos, designados con el nombre de peones llaneros, son unos libres o manumisos, otros esclavos” (Ob. Cit.: 225).
Además, el sabio alemán publicó sus libros sobre sus investigaciones en América estando en París, hacia 1816, y en idioma francés. ¿Había alguna posibilidad de que esos escritos fuesen leídos en ese momento, en plena guerra emancipadora, por los habitantes de esta zona de Venezuela, que, en su mayoría, eran analfabetas y desconocían el idioma francés?. Que yo sepa, ninguna; pero el término “llanero” ya era de uso popular.
Además, tanto José Tomás Boves, quien actuó protagónicamente en Venezuela en el lapso histórico 1813 – 1814, acabando con la II República, como Pablo Morillo, El Pacificador de Tierra Firme, lo hizo entre 1815 - 1820 (debemos recordar “las catorce cargas consecutivas sobre mis cansados batallones”, en Mucuritas, 1817) y también Simón Bolívar, El Libertador, aluden en sus cartas y proclamas a los “llaneros”. El Mariscal Sucre resaltó la actuación de las tropas “llaneras” en Ayacucho, al lograr su brillante y decisivo triunfo sobre los ejércitos realistas. Así mismo, el general José Antonio Páez, principal paladín de este pueblo, en su Autobiografía, exalta a los llaneros hasta la inmortalidad.
En los tiempos modernos, con fabulosa prosa, lo hace el médico barinés José León Tapia, en sus historias noveladas, nutridas con la oralidad popular, sobre Ezequiel Zamora, Por Aquí Pasó Zamora, Pedro Pérez Delgado, “Maisanta”, el Último Hombre a Caballo, Emilio Arévalo Cedeño, Tiempos de Arévalo Cedeño. Recuerdos de un soldado, al llanero Domingo López Matute, en su libro Muerte al Amanecer, su remembranza a Don Ignacio del Pumar en su memorable Tierra de Marqueses, también con su armónica obra Música de las Charnelas, entre otras apologías llaneras admirables.
Para ilustrar documentalmente lo que apunto sobre el momento del origen del llanero, tomo algunos párrafos de un excelente ensayo del amigo Cronista de Valle de la Pascua, Dr. Felipe Hernández, recientemente publicado (2012), que ubica el vocablo a mediados del siglo XVIII:
“Las Ordenanzas de Llanos constituyen
el primer cuerpo de leyes escritas aplicadas a los llanos de la antigua
Provincia de Caracas, con una finalidad primordial: preservar el derecho de
propiedad sobre la tierra (requisito fundamental para lograr el arrebañamiento
de ganado cimarrón, base social de la riqueza en los llanos) y asegurar el
establecimiento de un orden social, necesario para la consolidación de las
fundaciones de hato”.
Don Felipe explica diáfanamente las razones que motivaron la expedición de este instrumento legal para regular la actuación de los habitantes de los Llanos:
“Responde
este cuerpo de leyes a toda una problemática, y se instaura efectivamente a
raíz de la petición que con fecha 17 de septiembre de 1771 presentara un
selecto grupo de hacendados ganaderos ante el Gobernador de Caracas, Mariscal
de Campo don Felipe de Font de Viela y Ondiano (Marqués de la Torre),
solicitando su inmediata intervención, con miras por el saqueo, abigeato, y el
sacrificio indiscriminado de las reses (desjarretaderas) para el
aprovechamiento de su cuero, sebo y manteca, con el consecuente menosprecio de
la carne; irregularidades cometidas por un creciente núcleo de población
volante (esclavos fugitivos de sus amos, morenos libres arrochelados, blancos
sin tierra, etc.), ajenos a todo concepto de ley, que saqueaban los hatos y
rondaban libremente, amparados en la soledad y extensión de la llanura”.
Estas “Ordenanzas” estaban circunscritas jurisdiccionalmente en
la época colonial a los Llanos de la Provincia de Caracas, pero tenían validez
para todo el Llano Venezolano y son las que van a dar pie para la creación de
la figura del “Juez de Llanos”,
que persiste en nuestra legislación republicana,
referidos a la explotación pecuaria (la famosa Ley de Llanos, favorita de caciques y gamonales
regionales, la contempla en su articulado). Con su aprobación queda constancia escrita
del surgimiento semántico del vocablo “Llanos”
y, por supuesto, de sus habitantes, “llaneros”,
mucho antes de la excursión humboldtiana.
Es posible que quien nos oiga o lea perciba un acentuado regionalismo de parte nuestra (“aldeanismo”, dirán algunos), en el estar cegados por nuestro excesivo apego al terruño nativo. Es posible que sea así. Pero también consideramos que para explicar la esencia y razón de ser de “la llaneridad”, hablar de Apure es lo ideal. Al respecto, nuestro homérico aeda José Vicente Abreu, fantásticamente emocionado, evocaba que “Apure es la hazaña. Allí sobrevive su habitante, el llanero, un nuevo mestizaje de la creación de América (…) Allí el llanero hace más por la hazaña que por el heroísmo…”, para plantear su original tesis de la “diablocracia” en esa “lucha sin cuartel por la libertad” a que ha estado sometido constantemente el llanero en su devenir histórico.
La misma naturaleza del paisaje llanero, que se muestra virgen y bravío hasta hace poco, con una flora y una fauna excepcional, hace que la percepción moderna que se tiene del ambiente corresponda a un tiempo sin dimensión: no se sabe si las escenas pertenecen a un pasado que no se quiere ir, o de un presente anclado en los tiempos del ayer, aun cuando la desafiante mirada del llanero apunte a un mañana incierto. “Una voz sobreviviente”, traduce José Vicente, considerando que “en la leyenda, en la copla, en la sed de decir verdades o mentiras, siempre tan cercanas a lo real y humano de los hombres”, que es “historia viva, la que no se muere en los parientes, en la aldea, en las tertulias del soguero”, porque entre los llaneros “nunca se ha muerto el futuro en la leyenda. Al contrario en esas leyendas hemos partido siempre para el porvenir”. Es como hablar del “matar el olvido” vargasvilano.
Las renacentistas crónicas de Fray Jacinto de Carvajal reflejan paradisiacas escenas al transitar fluvial por ignotas regiones, perturbadas repentinamente por la algarabía de “pericos”, “guacamayas”, “guacharacas” y “chenchenas” o el tronar del barajuste montaraz de grandes y realengos rebaños de ganados, que como cualquier animal silvestre y sin dueño, “cruzan libres este suelo”. Es una visión de esperanza abierta en la lejanía del horizonte, en “un llano largo y profundo”, en el decir del poeta Luis Mendoza Silva, lo que nos ofrece el relator hispano. Allí están los dominios de Tabacare, el regio otomaco de apolínea estampa, que habla de gente cordial y hospitalaria, pero siempre dispuesta al combate y llena de coraje ante los posibles abusos del invasor. Es un pasaje rasante la que hace el potencial expoliador y no hay enfrentamiento.
Llega el siglo XVIII y “La Otra Banda del Apure”, ignota y llena misterio, se convierte por arte de magia en una “tierra de promisión”, en una región mítica en la mente de la aristocracia criolla del norte de Venezuela, que la ve como área natural de expansión a sus ambiciones e intereses terratenientes y ganaderos. Es una zona infinita llena de pastos, bosques y reses sin dueños, en una superficie que alcanza a 76.500 kilómetros cuadrados, “encajonada” entre grandes y caudalosos ríos llenos de peces y animales acuáticos: el Orinoco, el Apure, el Arauca, el Capanaparo y el Meta son nombres extraños y sonoros que llenan la codiciosa imaginación del expoliador. Allí está “El Dorado”, al alcance de la mano.
Apure siempre ha sido una zona de poca densidad demográfica (hoy, a comienzos del siglo XXI, su población no llega todavía a medio millón de habitantes), donde sus pobladores originarios fueron aborígenes nómadas, “sin parada segura”, como diría Miguel Izard, el catalán historiador enamorado de nuestra idiosincrasia llanera. Allí deambulan achaguas, otomacos, yaruros (“Pumé”), taparitas, guamonteyes, guahibos, chiricoas, entre otros entes fantasmales que aparecen y desaparecen sin dejar rastro en la inmensidad de la sabana; que enfrentan sabiamente las precariedades asfixiantes de habitabilidad del medio: los caudalosos ríos, las fieras y los peligrosos reptiles, las cíclicas inundaciones y sequías, los fangosos suelos aluvionales, pobres para la agricultura, las plagas y las epidemias (paludismo, viruela, fiebre amarilla, enfermedades intestinales). Pero esa aparente inhospitalidad terrígena es vista como “Tierra de Libertad”, por los esclavos escapados de las haciendas e ingenios azucareros que la oligarquía criolla usufructúa en los valles de Aragua, Caracas o del Tuy; ansiada por los bandoleros y fuera de la ley que huyen de las garras de la autoridad real española (caso ilustrativo es el de José Antonio Páez); porque aquí, el hombre es dueño de su propio destino:
“Sobre mi caballo, yo,
Y sobre yo, mi sombrero…”.
Un “crisol
de razas”, como llegó a calificar nuestro mestizaje americano el mexicano renegado
José Vasconcelos: indígenas, negros esclavos y blancos de baja ralea, sin
contar los misioneros jesuitas y franciscanos capuchinos andaluces llegados a
estos olvidados confines con su cohorte de servidores, que dieron origen al
llanero apureño al sembrar su semilla al voleo; es decir, al Centauro: hombre de a caballo, dueño y
fiero señor de la llanura, trashumante
empedernido, idealista, soñador y enamorado de la libertad.
Las referencias históricas aluden a la presencia de misioneros Jesuitas, venidos del Virreinato de Santa Fe, en las costas orinoquenses (orinocenses, dicen al otro lado de la frontera), del Meta, del Capanaparo y del Arauca, a partir del siglo XVII, hasta 1767, cuando son expulsados del Imperio Español. Ellos van a ser los fundadores de los primeros hatos ganaderos en los llanos apureños y con ellos los indígenas van a aprender las faenas de vaquerías. Al ausentarse los jesuitas, los indígenas vuelven a sus antiguas costumbres y tradiciones, agregándoles las recién adquiridas.
En vista del vacío creado en la administración misional, la región y su gente va a ser puesta bajo la conducción de los misiones capuchinos andaluces, que le van a dar su impronta a partir de 1769, cuando las antiguas comunidades indígenas se transforman en centros poblados a la manera española, con nombres sacados del calendario cristiano; así son registrados los pueblos de San Rafael de Atamaica, San Juan de Payara, San Antonio de Guachara, San Miguel de Mantecal, Nuestra Señora de los Ángeles de Setenta, Santa Rosa del Sarare, entre tantos otros, cuya frontera sur se fija en los confines del Cajón del Arauca.
La presencia de forasteros en la región creó, a finales del siglo XVIII, fuertes expectativas entre los codiciosos terratenientes criollos que quisieron venir a apoderarse de las mejores tierras de pastoreo, lo que llevó a Carlos III a emitir una Real Cédula en 1771 prohibiendo el asentamiento de población de origen europeo en Apure. Sin embargo, esta medida jurídica no fue suficiente, pues para el momento de la fundación de San Fernando de Apure, en 1788, el fundador, Fernando Miyares, encontró establecidos ilegalmente en la región 20 hatos ganaderos, con la perspectiva de su desaparición urbana por reclamos jurídicos posesorios de parte de los rubios godos Mier y Terán, aun cuando para 1794 la población había logrado alcanzar la categoría de Villa, por decisión real.
Así podemos señalar que la ciudad de San Fernando de Apure debe su existencia al movimiento independentista iniciado el 19 de Abril de 1810, que frenó las apetencias terrófagas de la oligarquía realista, que astutamente pasaba por encima de las órdenes reales (aplicando el conocido lema: “Se acata, pero no se cumple”). Por ello, Pedro Aldao merece se le erija un monumento en alguna parte de la ciudad.
La consagración de su nombre en los anales patrios la va a lograr el llanero con su participación en las luchas fratricidas del siglo XIX venezolano, ilustrando inmarcesibles páginas de gloria, unas veces en las huestes de Boves y otras en las de Páez, Farfán, Muñoz, Zamora, Joaquín Crespo, Valentín Pérez, Arévalo Cedeño, “Maisanta”, Orasma... Una saga que no acaba nunca, que se inicia en el siglo XVIII y llega hasta el XXI con el Comandante Chávez Frías a la cabeza.
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