“Al hablar pues, de
americanidad…,
quiero hablar de aquellas
cualidades espirituales,
de aquella fisonomía
moral-mental, ética, estética
y religiosa- que hace al americano americano”
Miguel de Unamuno.
Como es de deducirse, la presente
exposición es una elemental aproximación al tan polémico tema de la identidad,
que en este caso está referido a un grupo poblacional muy particular, el
llanero apureño, cuya actuación puede delimitarse espacialmente diciendo que
ocupa la parte más baja de la gran depresión central de Venezuela, ubicada al
oeste del curso del Orinoco Medio, de donde nutre su caudal con aportaciones de
sus innumerables afluentes que bajan de las estribaciones andinas. Es decir, la
Cuenca Hidrográfica del Orinoco en la sección correspondiente a las tierras
planas conocidas como Llanos de la Orinoquia Venezolana.
Este
intento de aproximación se hace considerando una concepción socio-filosófica de
los valores. Hoy, en un mundo globalizado, podrá parecer anacrónico hablar de
gentilicios o pertenencia a un grupo de personas con rasgos culturales
similares que habiten algún lugar determinado del planeta y unidas por un
pasado común; pero se debe tener bien claro que esa aludida globalización no
funciona igual para todos los seres humanos. Sin embargo, “…globalización e identidad parecen los dos elementos definitorios –o al
menos dos de las más importantes claves de interpretación- de este comienzo del
siglo XXI, como ya lo fueron de la última década del siglo anterior”
(Lucas, 2003: 11-12).
Esa
universalización en la comunicación, en el conocimiento y en los intereses es
privilegio de las élites que manejan los grandes consorcios económicos
internacionales. Y es sabido que el gran capital no tiene patria, manejando, en
todo caso, el concepto de “Ciudadano
Cosmopolita”, que es como decir “Ciudadano
de ninguna parte”. La identificación con una región, con un pueblo, según
la modernidad, supuestamente corresponde a una concepción primaria y simplista
de la identidad y es característica de quienes viven apegados a las pequeñas
cosas del quehacer cotidiano de su comunidad y de su país, compartiendo
angustias, penalidades y alegrías.
Según los expertos, “la globalización hunde sus raíces históricas en la caída del muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, y teóricamente en los postulados de Francis Fukuyama, donde se proclama al neo capitalismo panacea universal, pasando el mercado, el capital y la movilidad financiera a actuar de manera omnímoda, arrasando gobiernos, naciones, regiones, culturas, modos de vida y de paso a las noveles democracias latinoamericanas que se han convertido en la práctica en cuasi marionetas de los dictados y recetas del Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y del Banco Interamericano de Desarrollo (Cortez Lutz, 2005). Por ello se debe entender que “lo que se universaliza, lo que no tiene frontera, es el tráfico de mercancías; mejor, el flujo de caudal financiero” (Lucas, Ob. Cit.: 35).
Y se señala acertadamente que la mencionada globalización es la mundialización de un sistema económico donde los grandes financistas buscan para sí la conquista de riquezas, actuando de manera egoísta y monopólica, por lo que de ninguna manera puede la mencionada globalización contribuir a mejorar las condiciones intelectuales y calidad de vida de las personas o de los pueblos. “El proceso de globalización imperante queda lejos del universalismo como idea regulativa heredada de la Ilustración, o mejor, del estoicismo a través del humanismo y de la Ilustración”, según el ya citado Lucas (Ob. Cit.: 34).
En la autorizada opinión de Cortez Lutz, el mundo ha sido partido en dos grandes sectores:
1- Una gran masa de personas en
graves niveles de pobreza, que es la inmensa mayoría e identificada con los
llamados “explotados hijos de la tierra”.
Y
2- Un segundo grupo, más pequeño,
una selecta élite, que goza de riquezas, confort, poder y modernidad. A lo que
hay que agregar el dominio del pensamiento que tiene este círculo privilegiado,
para quienes opongan una opinión crítica o una reflexión no acorde con la línea
de la globalización, son condenados y criminalizados.
Ahora, según estos especialistas, para hablar de identidad nacional, regional o local se hace necesario conocer “un instrumental teórico- conceptual capaz de generar análisis, observaciones, síntesis, deducciones y conclusiones” (Sánchez Manzano, 1986), que permitiría elaborar un estudio que recoja el proceso de apropiación consciente o no de rasgos culturales por parte de una determinada colectividad, de una manera continua y dinámica y que permita diferenciarlo de otros.
Unamuno
opinaba que el propósito de conformar una identidad propia implica un largo
camino donde “sea yo más yo cada día, tu
cada día más tú” para lograr mejor “compenetrar
nuestras almas que si me empeño en modelarme a tu imagen o en modelarte a la
mía” (2002:10).
Sin
caer en odiosos etnocentrismos, en nuestro propósito de hablar sobre “apureñidad”, que es como señalar la
identificación con el sector llanero del territorio venezolano conocido como
Apure habría que preguntarse, como bien señala el mismo Unamuno: ¿Somos una nación?, ¿el pueblo llanero es
un pueblo diferente al resto de Venezuela?.
Según Lucas (Ob. Cit.: 20-21), hay que entender la Identidad como la “permanencia y el cambio, lo propio como dado y lo propio como adquirido, como aquello construido por el esfuerzo del sujeto que así se esculpe a sí mismo según el ideal de autonomía”
Teniendo ya entendido este concepto, pasamos a hacer un poco de historia. El Llano es uno solo, desde el Casanare hasta el delta del Orinoco, unos 600.000 kilómetros cuadrados aproximadamente; pero cada una de sus partes constituyen un mundo diferente. Cada una de ellas tiene sus particularidades. El tiempo de convivencia crea fuertes nexos de identificación y conciencia de su existencia. Y es así como nos preguntamos: ¿Cuándo, cómo, dónde y porqué aparece el llanero apureño?.
Las
respuestas a estas sencillas preguntas pretenden modestamente dar una idea de
lo que ha sido y es Apure. Las duras características ambientales de la región
también condicionaron desde un principio la ocupación del territorio y la
personalidad de sus habitantes, en un relieve sin cerros, aluvional y sin
rocas, que lo confronta en una lucha constante y cíclica con los elementos de
una naturaleza cerril, bárbara, de una cotidianidad caracterizada por demasiada
agua a otra en contraposición, de una desértica sequía, que obliga a un
constante deambular de un lado a otro.
La
figura andariega y trashumante de Florentino Coronado no fue una ficción del
Maestro Gallegos. Es la pura realidad creada por las cíclicas condiciones
climáticas de la llanura. Pero, “el
llanero nace y vive a su modo, sin cuidarse del cura ni del sacristán”,
como dice el barinés Peña Pulido (1998: 93).
Comenzaríamos con nuestros orígenes indígenas. La nómada población aborigen llanera estaba constituida por pequeños grupos que transitaban por el inmenso territorio, pero como todo grupo humano poseía una cultura propia, con elementos fundamentales como la lengua, religión y costumbres y se relacionaban entre si de diversas maneras (comercio de trueque, incursiones de caza, pesca, recolección, saqueo y captura de mujeres y niños, en algunos casos). Esos elementos comunes es lo que origina el término denominado Identidad. En este caso, nuestra Amérindia, estaba representada en el Llano, y especialmente en el Apure por otomacos, yaruros (pumé), guahibos, cuivas (jiwi), achaguas (arawacos), chiricoas, tunebos, sálivas, taparitas y guamonteyes, entre otros.
Luego la presencia europea agregaría otro elemento étnico, que sería el blanco, con sus salpicaduras de negritud esclava o fugitiva. El resultado final sería el acrisolado mestizaje que conformaría al llanero apureño.
Ese
contacto con el europeo se dio, por lo menos en Apure, de una manera esporádica
en los primeros tiempos de la conquista (siglo XVI), apenas pueden señalarse
las incursiones exploratorias de Diego de Ordaz y Jerónimo de Ortal en el
Orinoco y el Meta, y las correrías por todo el territorio llanero de los
gobernantes alemanes, los Welseres, quienes solo andaban tras el señuelo del
Dorado. Más provechosa fue la presencia de los misioneros jesuitas en el último
cuarto de ese mismo siglo, pues se atribuye a Fray Pedro de Aguado el haber
recogido muchos vocablos que nominan a nuestros ríos, Apure, Sarare, Arauca,
Capanaparo, Sinaruco, Meta, Casanare, entre otros. Don Pablo Vila (1980: I,
309), dice que “Aguado es el más
conocedor, el más documentado y el más veraz”.
En el siglo siguiente, el XVII, históricamente se reseña la expedición que partió en febrero de 1647 desde la ciudad de Barinas al mando del capitán Miguel de Ochogavía a explorar el curso del río Apure hasta su desembocadura en el Orinoco. El propósito era netamente económico, puesto que pretendía abrir una nueva ruta comercial hacia Guayana y el exterior para los productos llaneros del pie de monte andino, inaugurando así una gran autopista fluvial hasta el Atlántico.
En su
recorrido, según Fray Jacinto de Carvajal, el cronista de la expedición, se
encontraron con un país ubérrimo, un verdadero paraíso terrenal. Donde las
reses vacunas eran innumerables y orejanas; los indígenas las cazaban como a
cualquier animal silvestre. Allí se dan las primeras descripciones del tipo
humano que habitaba el Apure, por lo menos de su jefe, Tabacare, cacique
otomaco, sobre la variadísima flora, la inmensa riqueza faunística, las
innumerables corrientes fluviales.
Según
parece, esas iniciales aventuras exploratorias no tuvieron continuidad y es
solo a finales del siglo XVIII cuando se ejecutan acciones para ocupar el
territorio, aun cuando se conocía la existencia de una Real Cédula (1771) que
prohibía el establecer hatos y poblaciones de origen europeo en la “Otra
Banda del Apure”.
De allí que los primeros centros urbanos organizados a la manera española se conformaron con población indígena, por los misioneros religiosos capuchinos andaluces, aportadores de nuevos elementos culturales, como instrumentos musicales de cuerda, cantos y romanceros populares de sus tierras de origen, que amalgamados con los talentos nativos forjaron el joropo, la tonada y el contrapunteo, ayudando a mitigar la soledad y la fatiga de la faena diaria del llanero apureño en un horizonte preñado de infinitud.
Pero
es solo a partir de 1786, con la creación de la Provincia de Barinas, que el
primer Gobernador, Don Fernando Miyares, inicia una verdadera política
exploratoria y colonizadora en esta zona casi virgen del territorio llanero.
Entre las primeras medidas que toma es hacer un censo de todos los recursos con
que contaba el territorio de su jurisdicción y la fundación de una villa de
españoles, San Fernando de Apure, para controlar la navegación y comercio legal
y de contrabando por el río Apure y sus afluentes, Masparro, Santo Domingo,
Guanare, Portuguesa y Guárico, entre otros, llegando a convertirse esta pequeña
urbe en el segundo puerto fluvial de Venezuela, después de Ciudad Bolívar.
También, para frenar el ilegal asentamiento de hatos ganaderos que habían iniciado los terratenientes caraqueños, encabezados por los Mier y Terán, los famosos “rubios”. Para la aristocracia territorial caraqueña, Apure era “tierra de nadie”, porque, aun cuando estaba primero bajo la jurisdicción de la Provincia de Maracaibo, y luego de la de Barinas (1786 - 1823), no era tomada en cuenta por las autoridades de estas provincias, lo que era aprovechado por los ambiciosos terrófagos caraqueños.
Es bueno que se sepa que aun cuando existía la prohibición de penetrar en el territorio apureño, San Fernando fue fundada en 1788 con doscientos vecinos de origen europeo que residían en los alrededores (recuérdese la vieja costumbre colonial indiana de “se acata pero no se cumple”). Esto es lo que a permitir el establecimiento de una “Villa de Españoles”; así mismo, da una idea de la irregular forma como se dio la ocupación del territorio, pero también del proceso de mestizaje que dio origen al llanero apureño, en apenas cuarenta años de vida pastoril en la época colonial.
Su
irrupción en la historia venezolana y continental se dio de manera violenta, a
punta de lanza, primero con el implacable Boves que acabó con la república
mantuana, luego con las heroicidades del catire Páez, que hicieron posibles las
campañas redentoras y libertarias del Gran Bolívar, forjando bizarramente la
epopeya de la Patria Grande en su glorioso paso de los Andes, Boyacá, Carabobo,
Pichincha, Junín y Ayacucho. Sin embargo, la consolidación de su personalidad
como pueblo se va decantando a través del tiempo, de los vínculos de identidad,
pertenencia y reconocimiento, con alto contenido simbólico, fundamentalmente en
el transcurso de los siglos XIX y XX. Historia,
tradición y costumbre son el sustento de la apureñidad.
Según el
portugueseño Pérez Cruzatti, los paradigmas llaneros, si es que puede hablarse
en tales términos, se manifiestan en su forma de pensar, de sentir y de
expresarse; pues, este ente tiene una cosmovisión muy particular. Esos rasgos
ejercen una influencia determinante en su conducta, aun cuando muchos de los
propios valores identificatorios han sido escamoteados mediante la
transculturización y el bombardeo de estereotipos pertenecientes a culturas
ajenas a la nuestra, que son mal asimilados por nuestra gente menoscabando su
autenticidad llanera.
Entre
los aspectos generales que señala Pérez Cruzzatti agregamos otros y pueden
mencionarse algunos que están arraigados en el alma del llanero de manera
indisoluble:
- El concepto de Dios es muy especial. Es un
Dios humanizado, con el que se puede dialogar y compartir. “Dios y Hombre: ”...
“Con Dios y la Virgen...”, son expresiones comunes en boca del llanero.
- Amplio
concepto de la libertad: libertad individual, libertad territorial, libertad de
espíritu y pensamiento, libertad de acción.
- El
concepto de Patria. La patria chica y la patria grande. Patria chica y grande:
la llanura; patria grande: Colombia, Venezuela, América.
- La
familia y el parentesco. El compadrazgo (nexo religiosos).
- La
amistad y la lealtad al amigo.
-
Hospitalidad y solidaridad.
- El
valor personal, coraje y resolución (la autoestima).
- La
generosidad y amplitud, derivadas tantas veces en la abnegación.
- El
trabajo creador.
- El
compromiso y respeto de la palabra empeñada.
- El
romance y la fantasía en el alma del llanero, expresados a través de la copla y
la música.
- La
llanura global: un mundo propio, de horizontes abiertos, infinitud.
-
Intemporalidad. “El llanero no tiene
prisa”.
-
Simbiosis con la naturaleza, sin romper el equilibrio ecológico.
- Sobrio
estilo de vida.
Como observamos, aquí se muestran
muchos elementos comunes que unen a un pueblo, una nación, una comunidad, como
el idioma, la religión, las actividades de supervivencia, el folklore, la
música, la danza, y otros rasgos que al final sirven para verlos como
semejantes, a través del tiempo y el espacio. Es decir, todo un substrato
basado en factores económicos, ideológico-culturales y políticos, que marcan su
dinámica existencial. Ese sentimiento común a todos es lo que conocemos como IDENTIDAD
CULTURAL.
“Llanura querida te pido que cuando muera
me entierren en tus palmares,
donde se sienta el pisar de bestias cerreras
y desbarajuste de ganado en los corrales”
(copla anónima)
Esa
Identidad Nacional, Regional o Locales tiene una serie de elementos que son
indispensables para su comprensión; pues, si faltara alguno de ellos ya no se
estaría configurando esa Identidad. Debe existir el sentimiento por el cual los
habitantes de determinado ámbito territorial se sienten unidos, solidarios y
semejantes.
Según Unamuno, “todo regionalismo empieza por manifestarse en la esfera lingüística”
(2002: 21). El apureño Manuel Bermúdez, quien trajina esta escabrosa senda del
idioma, lo reafirma diciendo que “el
hombre es uno solo e indivisible. Sólo cambian los lenguajes o mejor dicho, los
códigos” (2005: 25). Cuando el llanero tremola su cantar altanero nos está
dando su carta de presentación:
“Sobre la palma, los cielos.
Sobre mi caballo, yo.
Sobre yo, mi sombrero”.
Esta
es una soberbia expresión de libertad y autonomía del llanero, señor de la
llanura, que domina desde la altura de su caballo. Un hombre a pie es nadie, un
hombre a caballo es un señor. “Mientras
el caballo marca el diapasón, el jinete que lo monta se adueña del mundo, de la
tierra que abarca su mirada”, nos dice Peña Pulido (Ob. cit.: 105).
Esa
identificación está presente en los versos de nuestros poetas sabaneros, como
José Natalio Estrada Torres, Reinaldo Espinoza Hernández o Julio César Sánchez
Olivo.
A este
último cantor del Llano consideramos la mayor expresión de “apureñidad”, pues muestra rasgos lingüísticos que lo hacen
inconfundible por su acendrado sentido de lo telúrico, la consustanciación con
el paisaje, la espiritualidad que empapa su producción literaria y el amor
implícito a la libertad y a su gente, a sus paisanos llaneros.
“Mi verso viene del Llano
Y vuelve al Llano mi verso;
De allá viene, hacia allá va,
Por el rumbo del recuerdo.
Como me lo dio la tierra
Asimismo lo devuelvo
Rudo, orgulloso, sencillo,
Sin adornos forasteros”.
Los versos sanchezolivescos
señalan hacia una innegable compenetración espiritual del hombre con el
ambiente, la naturaleza, la flora, la fauna y las tradiciones llaneras:
Soy hermano del mastranto
Del trupial y del cubiro,
Me basta mi propio aroma
Y también mi propio trino.
Si yo tengo algún valor
Fue porque nació conmigo,
Mi calidad no la cambio
Ni por el oro más fino,
Para mí lo más que vale
Es ser del llano un buen hijo”
(Poema “Aquí Estoy Llanura Mía”)
Pero
esa compenetración no es egoísta ni excluyente, pues él desea que la
compartamos todos, unidos en un solo bloque y libres de discriminaciones, como
un reclamo a la homogeneidad cultural, sin cerrarse a los aportes foráneos. Su
ingenuo y romántico llamado a integrarse en un solo pueblo es una invitación
llena de amor al terruño y es un clamor a hacer Patria Grande, hacer Patria
Chica, hacer Apureñidad:
“¡Joven
Apureño, quiere mucho a tu tierra,
que es
muy buena!.
Enaltécela,
siéndole útil y ejecutando buenas acciones que dan brillo al nombre de ella y
al tuyo propio.
Y tú, aún
cuando has nacido en otro lugar de la república o has venido desde lejanos
países, pero que estás aquí con nosotros ganándote honestamente el pan para ti
y los tuyos, quiere también mucho esta tierra, que de tanto quererla será tan
tuya como de nosotros, y te sentirás un apureño más y para nosotros serás
nuestro hermano.
Unámonos
todos para luchar, de buena fe y con terca constancia, porque este Apure
nuestro sea tan próspero
y feliz como él se lo merece y como todos
queremos
que sea”.
Algunos estudiosos del tema
llanero hablan de un proceso recesivo. De una crisis de valores e identidades,
generada fundamentalmente por la tecnología moderna y la economía capitalista
neoliberal.
En
parte es verdad. Hay que reconocerlo. El Llano de hoy es diferente. El Apure de
caballo, toro y soga es cosa de leyenda. La sabana ya no es libre, la limita la
cuerda de alambre, símbolo de la propiedad privada. El toro ya no pita en el
paradero, como diría Lazo Martí, ni hay rodeos y ni retozos de “hatajos de bestias” como antaño, pues el
ganado ha sido sustituido por el manso y calmo cebú brahman de la India, que es
pastoreado ahora hasta en bicicleta, acabando con ancestrales tradiciones
llaneras. El caballo va siendo desplazado de las faenas vaqueras y ha quedado solo
para ser exhibido en las fiestas de toros coleados en los pueblos.
“La integridad de un pueblo está en peligro cuando ha perdido el hilo de sus tradiciones y costumbres, el culto activo a sus héroes y santos y el amor de sus dioses tutelares, sean éstos buenos o malos”, en opinión de Matthyas Lossada (1999: 25).
El
voraz progreso capitalista llegó con la carretera pavimentada y personificado
en forasteros rapaces y depredadores, obligando a nuestro hombre sabanero a
emigrar a la ciudad, desarraigándose de su tierra.
Ahora
existe otro Llano, que no es el de Pajarote, el de Calzadilla Valdez, el de
Antonio José Torrealba, el de Juan Bruno Espinoza, el de Sánchez Olivo, el de
Alberto Arvelo, el de Germán Fleitas Beroes, José León Tapia, J.E. Ruiz
Guevara, Adolfo Rodríguez o don Felipe Martínez Veloz.
Es
otro Llano que tenemos que aprender a conocer; pues “es hora de exaltar, de manera primordial, desde muy adentro, nuestras
raíces”, porque, como señalan los expertos en el tema, “la identidad no es solo forma mentis, sino también realidad
existencial”
A este Llano en transformación también hay que construirle un rostro humano que nos hable de nosotros mismos, de nuestra historia, de amor a las tradiciones propias, de las creencias y costumbres de nuestros ancestros. Por lo que debemos recrear nuestras leyendas, un nuevo Reto de Florentino con el Diablo, una nueva búsqueda de Mayalito a su amigo Carrao, un nuevo silbón que siga recorriendo las sabanas espantando a los desprevenidos viajeros, una sayona que continue asustando a los trasnochadores. La luz eléctrica no debe acabar con nuestros fantasmas. ¿Qué pasaría si matáramos el centauro que todos los llaneros llevamos por dentro?.
Las
sociedades evolucionan y hay que aceptar los cambios, caminando a su propio
ritmo, donde el hombre llanero debe poner a funcionar su dinámica capacidad
creadora y transformadora, según su propia concepción vital. “El arte de la vida no está en diferenciarse
sino en comprenderse”, como bien señala un paisano barinés.
Un
especialista en el tema dice que la construcción de la identidad es
precisamente un proceso que se lleva a cabo en contraste dialógico con los
demás, una “operación basada en el juego
de las semejanzas y las diferencias”, un proceso continuo de formación,
transformación y conservación (Lucas, Ob. Cit.: 21). Para el mejicano Villoro,
citado por Lucas, somos el resultado de muchas miradas diferentes, de diversas
representaciones que necesitamos integrar: así la búsqueda de la identidad se
convierte en “construcción de la
representación de sí mismo que establece coherencia y armonía entre sus
diversas imágenes”.
Por
ello hay que estar conscientes de ese indetenible proceso de interculturalidad
y centrar nuestra atención en la “construcción
de sentido, atendiendo a un tributo cultural o un conjunto relacionado de
atributos culturales a los que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de
sentido”, como señala Castells (Lucas, Ob. Cit.: 14 – 15).
Pero con sentida añoranza, el llanero
viejo ve que todo ese apego a lo tradicional y que caracteriza su mundo va
quedando en el rincón del olvido. Solo se conserva ese acervo patrimonial en la
memoria, en el famoso “baúl de los
recuerdos”, y en las interpretaciones de nuestros copleros, como señala
Alberto Baquero en sus versos.
“Cada tiempo en que
Se interpreta un joropo
Se sacude el viento y…,
El joropo vive y muere…
Vive con alegrías y nostalgias…
Muere y se sepulta
En nuestras almas
Para vivir los años
Que nos quedan”.
Como se observa, la identidad es
un elemento clave de la realidad subjetiva de una persona o de un pueblo y por
ello, “como toda realidad subjetiva, se
mantiene en una relación dialéctica con la sociedad. La identidad es formada
por procesos sociales” (Berger y Luckman, citados por Maritza Montero,
1997: 71), por lo que no debemos dejar ganar con la desesperanza característica
de los vencidos (la desesperanza es el “…estado
psicológico que frecuentemente resulta cuando los acontecimientos son
incontrolables”. Seligman, citado por Montero.
La
identidad llanera, la identidad venezolana, la identidad latinoamericana, no se
pierde nunca, sino que se transforma y sigue nuevos canales para manifestarse.
La esencia sigue persistiendo y hay que seguir alimentándola. “Tanto en los individuos como en las
colectividades, la identidad no se constituye por un movimiento de
diferenciación de los demás, sino por un proceso complejo de identificación con
el otro y de identificación con él”, según expresión de Villoro.
AME.-
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*Cronista de San Fernando de
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